Por la proximidad del viaje de un buen número de familias que adoptarán en breve en Hai Duong y Thai Nguyen, ciudades muy próximas a Hanói. Por su exotismo y por ser todavía un minoritario objetivo turístico y por lo tanto desconocida para una gran mayoría, comenzaremos este primer capítulo de TIERRAS DE ORIGEN con esta singular urbe, la capital de Vietnam, a la que tengan por seguro que tendrán pronto la ocasión de disfrutarla.
Noviembre de 2010.
No hay que remontarse a su fundación, de la que precisamente este año se cumple el primer milenio, para tomar conciencia de lo mucho que ha cambiado esta ciudad.
La primera vez que visité Hanói, y de eso no hace tanto, me dio la impresión de ser una ciudad mucho más tranquila que la cosmopolita Saigón/Ho Chi Minh City. Sin embargo, debo de confesar que últimamente estoy reconsiderando tal percepción. Porque el silencioso fluir de millones de bicicletas con el que la conocí ha dado paso, primero, a un tupido enjambre de motos y este, a un asfixiante parque automovilístico que, entre pitos y bocinas, apenas tiene cabida entre sus abigarradas callejuelas del centro urbano.
Las causas de estas transformaciones radican en el “Doi Moi” o la política de reformas y liberalizaciones económicas que emprendiera el país en las década de los noventa. Las consignas de austeridad de una economía socialista en guerra dejaron paso al más liberal “casi todo vale”. Del resignado trabajo oriental al más moderno y actual “ahora toca enriqueceros”. Obedientes con el Partido, los vietnamitas se han puesto a producir y a ganar dinero. Estas medidas han ido en la misma línea que las seguidas por China, el Gran Hermano del Norte, propiciando espectaculares crecimientos continuos en los últimos años, siempre cercanos al 10%, pero con las paradojas derivadas de la cohabitación,- teóricamente contra natura,- de un sistema político socialista con el empuje de una economía capitalista con vocación decididamente global.
Y este nuevo manto de desarrollismo exacerbado lo cubre todo. No deja ajeno a ningún ámbito social. Mucho menos a la arquitectura, al urbanismo y al tráfico. Lejos queda esa ciudad hermética a las sucesivas invasiones extranjeras, de población cargada de firmes convicciones ideológicas, independentistas primero, revolucionarias después. Hanói es hoy una urbe abierta al inversor extranjero y permeable al turismo internacional, de gente tranquila y amable.
"Ha Nói” significa “entre ríos”, pero nos quedamos con su antiguo nombre,
- “Thang Long”, “Dragón Ascendente”-, que aún siendo más poético resultaría también ser más premonitorio, al ser hoy en día y, sin lugar a dudas, una ciudad decididamente pujante cuyo potencial en nada tiene que envidiar a los demás humeantes dragones asiáticos.
Pero tales crecimientos no ha impedido a sus moradores el mantener sus raíces, sus tradiciones y lo que los B-52 respetaron de su arquitectura. En esto se aprecia una decidida voluntad de desmarcarse, de enaltecer sus señas de identidad de forma bien diferente a otras grandes ciudades del Lejano Oriente que han sucumbido a la globalización y a sus más nefastos efectos estéticos. Tanto es así, que la UNESCO ha galardonado recientemente a su centro imperial histórico con el siempre codiciado título de Patrimonio Mundial. Todo un merecido motivo de orgullo patrio.
Entre lagos, templos y pagodas un primer recorrido cultural por Hanói contemplaría las manifestaciones arquitectónicas más representativas de las diversas etapas históricas del país: El Templo de la Literatura, universidad erigida en honor de Confucio en el año 1070, en pleno feudalismo e influencia china. La Cua O Quang Chuong o puerta amurallada de la ciudad imperial. El Lago Hoan Kien, verdadera alma de la ciudad, con su Torre de la Tortuga en honor de otra victoria antaño obtenida contra la todopoderosa dinastía Ming de sus vecinos “de arriba”. Amarillentos pero señoriales edificios coloniales de la época de dominación francesa, hoy muchos de ellos edificios oficiales. La Prisión Museo de Hao La, de estilo colonial, llamado el Hilton de Hanói por los presos americanos y que había tenido previamente como huéspedes a muchos de los dirigentes independentistas y comunistas que lograrían luego alcanzar el poder. El Mausoleo de Ho Chi Minh, el que “Ilumina el camino”, el “Tío Ho” como familiarmente se le llamaba, de clara estética estalinista. Y últimamente toda una serie de “rascacielos” que poco a poco van reconfigurando a la milenaria capital de Vietnam dotándola de un nuevo perfil repartido entre el respeto a la tradición y la vocación de vanguardia.
Por el lado menos atractivo no podemos dejar de mencionar que este crecimiento acelerado vendría también definido por varios componentes que deberían de ser en alguna medida paliados: El caos circulatorio y el ensordecedor ruido que le viene asociado y una escasa sensibilidad medioambiental. Cabe reseñar además, la propensión a la modalidad “express”, mediante la cual los plazos de ciertos asuntos se ven sensiblemente acortados. Como amante de los perros, no puedo soslayar tampoco entre sus menos atrayentes singularidades a su inveterada consideración como cotizado objeto de culto gastronómico.
Pero de lo que sin duda más destaca de esta ciudad son sus gentes. El vietnamita como buen oriental es un trabajador incansable. Todos parecen tener oficio y beneficio. Por su parte, salvo una variedad vietnamita del Thai Chi, el ocio, por regla general, tiene escasa cabida entre los mayores; aunque no entre los jóvenes ávidos de ponerse rápidamente al día, prestos a sucumbir devotamente ante la creciente divinización del modelo occidental más hedonista. Estas costumbres, aliadas a un clima típicamente tropical, tienden a expulsar a sus gentes de sus casas, convirtiendo a las calles de Hanói en un abigarrado y estridente escenario urbano que apenas duerme y cuyo ajetreo puede llegar a provocar en todo “Ong Tay” que se precie (Sr. Occidental) incluso un cierto aturdimiento transitorio.
Las angostas callejuelas del Distrito de Hoan Kiem fueron trazadas tanto por vetustos cánones gremiales como por el albur del antiguo discurrir de las aguas desbordadas del grandioso Río Rojo y que hasta la llegada de los ingenieros militares franceses se ofrecían, durante la temporada de monzones, como una laberíntica red de estrechos canales fluviales. Sobre sus aceras, un sinnúmero de tiendecitas han vertido sus mercancías y compartido espacio con miles de motos aparcadas y con toda una población que saca no solo sus infiernillos de cocinar y otros enseres domésticos varios,-como ventiladores,- sino también hasta sus pequeños taburetes de plásticos para ponerse a comer,-en medio de la calle y medio a cuclillas-, su caldos con palillos y sus tallarines con gambas en salsa de cacahuete, haciendo prácticamente impracticable el uso a los que tales pavimentos estaban originariamente destinados: Los peatones se ven relegados así a la precaria suerte de compartir la calle con un tráfico completamente endemoniado. (De ahí que aconsejemos a las familias sustituir en sus desplazamientos el uso de cochecitos para bebés por la más llevadera mochilita portabebés).
Por suerte que, como españoles, estamos bien familiarizados tanto con las artes del toreo como con las invocaciones religiosas, pues ambas resultan casi imprescindibles para poder realizar como peatón el más elemental recorrido urbano: Apenas hay semáforos y el trafico de motos, bicis y coches se fusiona en un fluido denso, amenazante y sin embargo armónico, cuyas trayectorias, aunque no del todo ordenadas, son al menos razonablemente previsibles. El cruzar una calle deviene por lo tanto una suerte taurina no exenta de fe, en la que la única forma de conseguirlo es lanzándose al ruedo sin dudar un ápice, esperando ciegamente salir con buen pie del lance y confiando siempre en que los astados locales te divisen primero y te indulten después y en que, por supuesto y que no te falte, te eche una manita la providencia. Toda una experiencia.
Porque las calles del Barrio Antiguo de Hanói rebosan de animación. Pero dentro de este aparente caos, todo parece estar controlado, al menos por sus habitantes- porque en realidad, entre toda esta desbordante actividad humana, reina una sorprendente solvencia oriental. Sin embargo, antes de alcanzar una mirada más sosegada como viajeros, la primera impresión puede hacernos titubear un tanto:
Efectivamente, taxis, 4 x 4, triciclos, bicis, motos y todo tipo de lugareños y foráneos pululan al unísono y por todas partes conviviendo en un aparente desorden colosal. Las estrechísimas calles de Hoan Kiem, las más céntricas, están permanentemente asaltadas por un gentío infinito y ubicuo compuesto entre otros de menudas mujeres vestidas con su elegante “Ao Dai” tradicional (pantalón largo y casaca) y también tocadas con sus típicos “Non La” (cónicos sombreros de paja vietnamitas) que parecen observarte fugaz y enigmáticamente tras una mascarilla que les protege el rostro de la resolana mientras pedalean armónicamente sobre su pesada bicicleta de fabricación nacional. Diminutas vendedoras que portan a sus espaldas y en precario equilibrio dos enormes cestos que, unidos por un fino bambú, van repletos de frutos tan exóticos y refulgentes como los del dragón. Intrépidos taxistas en moto y osadas estudiantes de tejanos bien prietos, también motorizadas, esquivando y zigzagueando sin parar y con comprobada maestría por las angosturas del torrente humano en el que fluyen. Rickshaws o ciclotaxis o tuc-tucs, o como quiera que se llamen, portadores de orondos excursionistas que desbordan constreñidos sus sufridos asientos. Espaciosos 4 x 4 que milagrosamente logran sortear todo tipo de obstáculos y estrecheces; hombres, casi todos vistiendo camisa clara, - a nuestros ojos medio clonados -, que discurren entre pausados andares orientales y trayectorias inciertas y, todo tipo de parroquianos que portan paquetes tan inconcebibles como inidentificables hacia destinos impensables y, siempre gente, mucha gente, todavía mucho más gente comiendo en plena calle, en medio, en medio de donde tú precisamente quieres o tienes que pasar…
En cada esquina, un mercadillo que, con sus toldos puestos a una altura escasamente adaptada al tamaño de los “Ong Tay”, o, “Big Man”, ya sea aquel de ropas de imitación, flores espectaculares, peces vivos o moluscos de todo tamaño y condición, legumbres desconocidas y no por ello menos frescas, u, objetos y otros manjares incalificables, van destilando un aroma típicamente oriental, mezcolanza,- no sé hasta qué punto afortunada,- de calor tropical, de especias exóticas, humeantes fritangas y humanidades varias, un tanto difícil de asimilar en cualquier viaje iniciático.
Porque lo impredecible te espera en cada rincón. Paraíso de fotógrafos, pues a nadie le parece molestar que le inmortalices ni que les robes el alma, te encuentras siempre algo desubicado; no solo por lo enrevesado de sus destartaladas callejuelas que todas te parecen iguales y repletas del más antiestético y vetusto cableado, sino porque nunca llegas a evaluar si estás en la hora más atropellada, o por el contrario si esta no destaca especialmente por su desbordante ajetreo. Tampoco sabes nunca si es la hora en que toca comer, dado que por la calle siempre encuentras en cualquier momento un sinfín de convecinos saboreando alguna de sus abundantes y humeantes sopas diarias. ¿Se turnarán para comer en el reducido espacio de sus superpobladas aceras?... Es que todos juntos y a la vez, no caben.
Todo el caótico barrio de Hoan Kiem está generosamente surtido de tenderetes y tiendecillas, ordenados eso sí, bajo una cada vez menos estricta clasificación gremial,- calle de las zapaterías, calle de los relojeros, de los hojalateros, de los vendedores de hierbas, de los marmolistas, del “dinero fantasma” etc.,- en los que miles de personas comercian con lo inimaginable y, a muy buen precio. Si te gusta rebuscar y te dejas llevar por tus compulsiones adquisitivas más superficiales, las compras pueden llegar a resultar un verdadero peligro para el bolsillo. ¡Cuidado!.
En medio de todo este barullo urbano, desfilan también campesinos que acarrean sus gallinas, sus flores o sus hortalizas. Sin parar de entrecruzarte con todo tipo de personas y personajes, con precaución, no ajena a la conveniencia de poseer una cierta agilidad, te ves forzado a evitar las trayectorias casi inertes de un sinfín de variopintas figuras que, bajo sus muy fotogénicos “Non La”, se las adivina encorvadas bajo pesadas cargas de aspecto mastodóntico que amenazan con desparramarse por el ya de por sí bastante ocupado pavimento. Otros muchos, de constitución aparentemente frágil, arrastran resignadamente todo tipo de pesados vehículos de dos, tres, o, hasta de cuatro ruedas sobrellevando estoicamente, incluso cuando monzonea torrencialmente sin piedad y con el agua hasta media caña, todo un cerro de mercancías apiladas en un más que precario y comprometido equilibrio: Desde nasas para la pesca del cangrejo, una cerro de juguetes que culminan en una inmensa nube de globos de colores, un espectacular fardo de escobas, hasta simples cebolletas, cochinos, o, perros enjaulados que, ladrándonos, nos presagian su más que previsible destino.
Nos llama también la atención la presencia constante de cívicos vecinos barriendo afanosamente su parcelita de acera y recogiendo por doquier una basura que, inasequible al desaliento, se encuentra siempre en perpetuo estado de reposición. A pesar de todo y, en honor a la verdad, Hanói no es una ciudad en absoluto desaseada.
Resumiendo, un conjunto poblacional masificado y colorista, moderadamente inconveniente para los tiquismiquis, del todo inapropiado para aquellos que padecen algún tipo de enoclofobia y asaz incomprensible para los que no tengan claro a qué han venido a tan remoto destino y, sin embargo, absolutamente fascinante para todos los demás. Tomen nota.
Porque el centro de Hanói, bullanguero y estridente es a todas luces un carrusel multicolor de destellos, pitidos y sensaciones acordes a este despliegue permanente de clamores de vibrante humanidad. Es, definitivamente, un bello aunque descarnado exponente del vivir oriental urbano.
Por el contrario, a pesar de la rebosante y vertiginosa vitalidad de este muestrario variopinto de la sociedad urbana vietnamita y de la aparente inseguridad vial de sus calles, la seguridad ciudadana es prácticamente total. Por ahí, tranquilos. La resignación y la exaltación del trabajo honrado propios a casi todas las religiones orientales, encuadradas a su vez en un marco penal altamente disuasorio, han configurado un escenario excepcionalmente seguro en el que tratar con sus íntegros vecinos y comerciantes no ofrece más peligro que el no entender su idioma. Y con respecto a esto último se va apreciando un meritorio esfuerzo por parte de la población en ir dominado él inglés, al menos entre la juventud y los que están en contacto con los extranjeros. Por su parte, el francés ha quedado relegado a círculos intelectuales y a los ancianos, dado que los vietnamitas dieron por terminada su etapa de colonización tras la sonada derrota de los franceses en Diem Bien Phu en 1954. El español, sorprendentemente debido a los intercambios estudiantiles con Cuba, está en pleno auge.
Fuera del cogollito central de la ciudad, esta nos ofrece una atractiva red de agradables bulevares arbolados cuyo trazado, en una clara emulación de los que tanto abundan en su antigua metrópoli, ha llevado a muchos a considerar a Hanói, quizás exageradamente, el Paris de Oriente.
Y no podemos concluir esta primera visita a Hanói sin indicarles que no dejen de ver el espectáculo del Teatro de Títeres Acuáticos, los “roi nuoc”. Y sin pedirles también que no se pierdan perderse entre la elegancia oriental y el glamour francés del Hotel Metropole en el que se alojó,- entre otros muchos afamados huéspedes-, Graham Green mientras escribía como corresponsal de guerra “El americano impasible”, tomando a su salud un “tra da” (té helado)… por mucho que el prefiriese otros brebajes menos diuréticos.
Ni tampoco dejen de llevarse por su lado más aventurero y probar, siquiera una vez, de una comida auténticamente vietnamita, sentados en medio de cualquier calle y acompañar con una “bia hoi” (caña de cerveza) un humeante bol de “pho”, sopa emblemática del país compuesta de multitud de hierbas, especias, cacahuetes y tallarines a los que se le añade, buey, ternera u otras proteínas de origen tan variado como exótico y que constituye, probablemente, la mejor y más sabrosa alegoría de esta singular y remota ciudad indochina.
Esto es Hanói. El Hanói que hay que conocer, degustar, digerir y empezar a comprender como una de las TIERRAS DE ORIGEN de los pequeñajos que ya han empezado a llegar como avanzadilla de otros muchos que restan por venir de este hermoso e interesantísimo país que es Vietnam.
Practiquen con los palillos y hasta pronto familias.
Fernando Diago
Coordinador Internacional de CREIXER JUNTS
creixerj@creixerjunts.org Asunto: TIERRAS DE ORIGEN