He terminado de leer el diario del
día 29 de septiembre, con una mezcla de tristeza y dolor. ¿Qué se está moviendo
para que cada tres o cuatro semanas, un diario tan prestigioso como La
Vanguardia, nos regale las “perlas” de unos artículos periodísticos que alarman
a las familias y estigmatizan a los niños venidos de los así llamados “Países
del Este”?
El artículo es incoherente. Nos comentan que las secuelas de este
síndrome afectan a 2000 o 3000 niños, de modo tan impreciso. Además, que perturba
de tal modo el desarrollo de estos niños que es una auténtica “bomba
asistencial”. El estudio se pone en marcha la semana próxima, pero ya se saben
los resultados, o sea que llegaron antes las conclusiones que el estudio.
Varios de estos niños afectados
nos dicen, se enfrentan a una amplia lista de trastornos cognitivos, de
comportamiento y aprendizaje. Otros
tantos niños españoles de nacimiento afrontan los mismos trastornos, de modo
que no queda claro cómo han llegado a precisar los factores consecuentes del
SAF, pues coinciden con los atribuidos al TDAH. Cuando los niños son inquietos,
se distraen con facilidad y no atienden bien en clase, hoy día mucha gente
atribuye todo ello al TDAH y se los envía al neuropsiquiatra para que dictamine
si lo padecen; entonces les recetan la pócima maravillosa en forma de droga, el
metilfedinato. ¡Hasta la OCU (Unión de Consumidores) ha alertado sobre la
excesiva medicalización de la infancia en España!
El comentario más ponderado de
este artículo es el de la Dra. V. Fumado, que señala que el “patrón de consumo es diferente y más
intenso en esos países que aquí, aunque tampoco hay una relación clara entre
unas cantidades de alcohol y más o menos trastornos”. A lo que yo agregaría que los efectos del
alcohol podrán ser leves, medios o graves, como en otras enfermedades.
Dependerán también de otros factores tales como las cantidades de ingesta
alcohólica, la edad de las gestantes, el período de la gestación, etc.
Después de 20 años dedicada a la
infancia adoptada, de haber acompañado y contenido emocionalmente a muchas
familias, de haber comprendido los efectos que produce en el niño el desamparo,
la institucionalización y la “deprivación emocional” que comportan, ahora nos
enteramos que todo eso no importa, porque lo grave es lo que ha ocurrido en el embarazo
del cual la vida posterior, es sólo un anexo.
Sabemos, sin embargo, que la
adopción y el cobijo familiar es la primera forma de recuperación del niño desamparado.
También hemos aprendido que es muy difícil hacer diagnósticos diferenciales entre
lo biológico y lo psíquico tan tempranos pues en los dos primeros años de vida
mucha sintomatología es psicosomática. Hay síndromes como el “enanismo
psicosocial” que ocurren sin patología de hormona de crecimiento, en contextos
muy disfuncionales para el niño. Cuando éste cambia de medio, se recupera y
crece, vuelto a su familia, detiene nuevamente el crecimiento. Algo similar ocurre con los niños adoptados.
En la institución, debido a muchos factores y también a la depresión por el
desamparo, suelen ser bajitos y flaquitos, cuando entran en familia con el baño
de cariño, cuidado y protección que reciben, comienzan a crecer. Hay niños que,
en el primer año de convivencia, crecen 1 cm. por mes el primer año y engordan
también a una velocidad superior. Por otra parte, sus retrasos madurativos
comienzan a resolverse.
Hemos aprendido que una adopción
que funciona, requiere unos padres con capacidad de introspección, de
interrogarse sobre su función parental, sobre cuándo es necesario consultar con
un especialista, con capacidad de asumir las dificultades en la crianza de sus
hijos sin negarlas, restarles importancia, y en cambio, culpar al niño por ello.
Nuestra experiencia trabajando de este modo es positiva, los niños progresan y
van encontrando una vida más protegida y tranquila. Muchas de estas familias ya tienen hijos
adolescentes que van transitando con más o menos problemas esta etapa, como los
otros adolescentes. No ocurre lo mismo
con los padres autoritarios, rígidos, muy ocupados en su vida laboral, que no
pueden dedicar tiempo y atención a sus hijos. Padres que los inscriben desde la
llegada a la familia en el curso correspondiente por edad, en horario completo,
de 9 a 5 de la tarde. Padres más preocupados por los aprendizajes que por su
creciente bienestar emocional personal, escolar y social. Es por ello que no
atienden a su nivel de madurez emocional y desarrollo alcanzado. Son estos los
padres que tienen dificultades para conectar con el entramado emocional de sus
hijos. Las familias que reconocen la integración familiar como un momento de cambio,
difícil pero necesario, productivo, como un proceso largo y complejo, con
momentos duros, con dificultades en la adaptación al nuevo medio de sus hijos,
son las que logran un mejor ajuste. Son las que entienden mejor los períodos de
mayor ansiedad para los pequeños, como es el momento del ingreso escolar,
conscientes del miedo que tienen a perder a sus padres, la intensa ansiedad de
separación que presentan. Los padres que
dedicaron un tiempo conjunto importante al inicio de la convivencia con sus hijos,
manteniendo rutinas estables, saben que fue un tiempo propicio para el
establecimiento de vínculos lo más seguros posibles. Son los que reconocen un
bienestar creciente cuando se van reacomodando todos a la nueva situación
familiar.
Consideramos que los niños
adoptados, para crecer y superar sus traumas tempranos, necesitan sentir a sus padres
incondicionales, tolerantes con sus dificultades, dispuestos a ayudarlos, a escucharlos,
a jugar con ellos, a dialogar, a disfrutar juntos, a acercarse empáticamente a
sus emociones, a trabajar con sus niños sobre toda la historia de su vida, en
especial la que ha ocurrido cuando no habían aún formado la familia. O sea, padres
que abren el camino para que sus hijos entiendan el sentido de tantos cambios habidos
en su corta vida. Pero al mismo tiempo, son padres conscientes que sus
historias de vida pudieron dejar algunas marcas que impedirán una total
recuperación, pues el efecto del desamparo no es igual para todos los niños. Hay
diferencias individuales, algunos niños tienen más capacidad de superación que
otros, mayor capacidad de resiliencia, etc. Pero la aceptación incondicional de
los padres hacia sus hijos, la tolerancia con sus limitaciones es fundamental. Los
hijos deben sentirse seguros de su lugar filial, de su pertenencia a esa
familia, como cualquier otro hijo. Para lograrlo, también los padres deben
poder asumir sus propias frustraciones y dificultades. Es decir, los límites de
cada uno.
Reducir toda esta complejidad del
proceso adoptivo que he descrito a una única causa, es minimizar los muchos
factores intervinientes. Es reducir a lo biológico algo que es también
psicológico: la asunción interna de ese niño ajeno a ellos que han hecho hijo, que
concluye en el momento que el hijo los adopta a su vez como padres. Es
simplificar un proceso simbólico, cultural, social y familiar. Es también
desconocer el peso de la familia, del papel afectivo y normativo que ésta
tiene, del cambio ocurrido en sus vidas desde el momento que sus hijos han
dejado de ser supervivientes, para volver a ser niños, porque recuperaron la
infancia, la pertenencia y la protección familiar.
Beatriz Salzberg
Psicóloga especialista en
clínica/Psicoanalista
Directora del Área
Psicosocial de Kune
Barcelona 5 de octubre de
2016