Hoy
es el Día Mundial de la Salud Mental. Pese a su importancia, ha tenido
poca repercusión en la prensa y/o referencias muy pequeñas a ello.
Los
profesionales que trabajamos en el campo de la salud mental, seguimos luchando
para que no se sigan políticas que patologicen y medicalicen distintos aspectos
de la vida en general y mucho menos la de los menores en crecimiento. Me
referiré en especial al tema de la infancia y la adolescencia.
Los
psicofármacos pueden ser un recurso necesario en muchas enfermedades mentales,
pero siempre deben ir acompañados de una psicoterapia en la cual se trabajen
los distintos factores de su vida particular. No pueden ser administrados en
exclusiva y pretender con ello una curación de ninguna patología, porque
entonces ésta podría cronificarse. En el caso de la infancia, el tema de la
medicación debe ser mucho más cuidadoso, por los efectos a largo plazo que
pueden tener en el crecimiento de los niños.
Vivimos
en este sentido tiempos convulsos, se está produciendo una traslación de
comprensión de lo psíquico a lo biológico.
La
complejidad del ser humano no puede entenderse con tal reduccionismo, porque
sería simplificar algo muy complejo. La psiquiatría biológica fue propia del
siglo XIX, pero ha conocido un renacimiento a partir de los 80 del siglo pasado
en Estados Unidos y de ahí se ha extendido a otros países.
A
partir de finales del XIX, grandes psiquiatras y psicoanalistas analizaron la
complejidad del ser humano abarcando los factores sociales, culturales y
familiares que intervienen en la enfermedad mental. Pero incidiendo en que para
atender a la enfermedad mental, hay que escuchar al sujeto. Se entiende que
cada caso es único.
Por
tanto, entendemos que en el malestar de un niño, sus síntomas y/o
trastornos, no pueden resolverse sin analizar su singularidad, su
contexto familiar, el clima emocional en el que está inmerso, su relación
específica con su padre, su madre, sus hermanos, las crisis por las que pasa su
familia, sean personales, sociales y/o económicas. Su sentimiento de
estabilidad y seguridad emocional. Cada niño tiene su modo especial y peculiar
de sufrir y es a ese sufrimiento al debemos escuchar. Sus síntomas nos
irán guiando para entenderlo porque él y sólo él y sus padres con sus
condiciones de crianza, tendrán las claves de lo que le ocurre. Reducir todo ello
a una presunta falla cerebral, es quedarse en una simplificación del ser
humano.
Hay
una obra literaria famosa que me viene a la cabeza. Estoy pensando en “Un mundo
feliz” de Aldous Huxley, escrita en 1932. Si bien era en ese momento pura
ficción, anticipación de un posible futuro, cobra hoy una inusitada actualidad.
Se trataba de una sociedad muy reglamentada, en donde los estados anímicos eran
controlados por el “soma”, su medicamento eficaz para regular el equilibrio
emocional. Se pretendía que los individuos fueran todos iguales, porque las
diferencias eran sospechosas.