lunes, 10 de octubre de 2016

Día Mundial de la Salud Mental


Hoy es el Día Mundial de la Salud Mental. Pese a su  importancia, ha tenido poca repercusión en la prensa y/o referencias muy pequeñas a ello.

 
Los profesionales que trabajamos en el campo de la salud mental, seguimos luchando para que no se sigan políticas que patologicen y medicalicen distintos aspectos de la vida en general y mucho menos la de los menores en crecimiento. Me referiré en especial al tema de la infancia y la adolescencia.
 

Los psicofármacos pueden ser un recurso necesario en muchas enfermedades mentales, pero siempre deben ir acompañados de una psicoterapia en la cual se trabajen los distintos factores de su vida particular. No pueden ser administrados en exclusiva y pretender con ello una curación de ninguna patología, porque entonces ésta podría cronificarse. En el caso de la infancia, el tema de la medicación debe ser mucho más cuidadoso, por los efectos a largo plazo que pueden tener en el crecimiento de los niños.

 
Vivimos en este sentido tiempos convulsos, se está produciendo una traslación de comprensión de lo psíquico a lo biológico.

 
La complejidad del ser humano no puede entenderse con tal reduccionismo, porque sería simplificar algo muy complejo. La psiquiatría biológica fue propia del siglo XIX, pero ha conocido un renacimiento a partir de los 80 del siglo pasado en Estados Unidos y de ahí se ha extendido a otros países.

 
A partir de finales del XIX, grandes psiquiatras y psicoanalistas analizaron la complejidad del ser humano abarcando los factores sociales, culturales y familiares que intervienen en la enfermedad mental. Pero incidiendo en que para atender a la enfermedad mental, hay que escuchar al sujeto. Se entiende que cada caso es único.

 
Por tanto, entendemos que en el  malestar de un niño, sus síntomas y/o trastornos, no pueden resolverse sin analizar su singularidad, su contexto familiar, el clima emocional en el que está inmerso, su relación específica con su padre, su madre, sus hermanos, las crisis por las que pasa su familia, sean personales, sociales y/o económicas. Su sentimiento de estabilidad y seguridad emocional. Cada niño tiene su modo especial y peculiar de sufrir y es a ese sufrimiento al  debemos escuchar. Sus síntomas nos irán guiando para entenderlo porque él y sólo él y sus padres con sus condiciones de crianza, tendrán las claves de lo que le ocurre. Reducir todo ello a una presunta falla cerebral, es quedarse en una simplificación del ser humano.

 
Hay una obra literaria famosa que me viene a la cabeza. Estoy pensando en “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, escrita en 1932. Si bien era en ese momento pura ficción, anticipación de un posible futuro, cobra hoy una inusitada actualidad. Se trataba de una sociedad muy reglamentada, en donde los estados anímicos eran controlados por el “soma”, su medicamento eficaz para regular el equilibrio emocional. Se pretendía que los individuos fueran todos iguales, porque las diferencias eran sospechosas.

 
Beatriz Salzberg