miércoles, 21 de julio de 2010

CRONICA DE MAKA COULIBANTAN

Apreciadas familias,

Siempre hemos tratado que entendáis lo difícil que es el trabajo de una ECAI y los esfuerzos y aventuras por las que tenemos que pasar para sacar adelante adopciones internacionales con las mejores garantías posibles.

Nos movemos en países con situaciones sociales complejas, con otras culturas, con diferentes costumbres y religiones, y conseguir resultados no siempre es fácil.

Nuestro coordinador responsable de los diferentes países ha representado a CRÉIXER JUNTS en una importante fiesta religiosa, vital para consolidar nuestra presencia en un país africano, y habiéndonos redactado una crónica de su viaje en un tono de humor respetuoso y afectivo, nos ha parecido que podía ser publicado en nuestro blog porque representa, no solo ese viaje, sino muchos otros también pintorescos que hemos tenido que vivir.

Espero que les sea ilustrativo y que les arranque una sonrisa.




PEREGRINACION A MAKA (Senegal)


Nada más llegar a Maka Coulibantan el marabú Sankú, hijo del fuego, khalifa General de la Cofradía de los Khadriyas nos recibió muy afectuosamente, tras lo cual, como si estuviese esperándonos para ello, nos invitó a entrar en una amplia choza que, bien aireada, albergaba unos cincuenta peregrinos. Hizo que nos trajeran dos sillas, una para él y la otra para mí, desde donde no perdería detalle. La ceremonia consistía en que cada uno de los fieles se le iba acercando, en riguroso orden y siempre agachados o sentados, a contarle sus penas, sus alegrías y a compartir sus plegarias. Cada confesión acababa de la misma forma: Bendición por un lado y algún óbolo por otro, ya sea bajo la forma de billetes, comida, animales, u otros objetos más o menos inservibles o incluso algunos de cierto valor. Con la habilidad que solo da la experiencia, el marabú hacía desaparecer todas las ofrendas bajo las insondables profundidades de su inmaculado sayón blanco. Entre peregrino y peregrino me hacía alguna pregunta, incluso sobre la reciente reorganización de la cúpula de CREIXER JUNTS, cuya respuesta nunca llegaba a desarrollar a mí gusto al ser sistemáticamente interrumpidos por los focos de las diferentes televisiones que cubrían el evento. “Ya hablaremos más tarde “me dijo sensatamente, medio en wolof, medio en francés.

Por mi parte también opté, como representante de la FUNDACIÓN CREIXER JUNTS, por posponer el acto de entrega de un tractor, motivo fundamental de mi viaje a tan remota aldea senegalesa. Por un instante y a falta de las verdaderas que se encontraban aún en el puerto de Dakar, tuve la tentación de hacerle entrega ceremoniosa y televisadamente de las llaves del coche alquilado con el que logré llegar a su santuario, pero los frenos de la ética apaciguaron mi escenográfica tentación. Preferí por lo tanto hacer lo correcto y esperar mejor ocasión.

Sentada a mis pies se encontraba asimismo Sokhna Aminata, la muy despabilada hija del santón, mismos ojos, mismas facciones, que compartiendo nombre con la esposa más conocida del profeta se entretuvo en hacerme cosquillas en los pies con todo tipo de objetos, pajitas y plumas, entre otros, y otras travesurillas y carantoñas más o menos inocentes que me amenizaron el transcurrir del largo evento ceremonial protagonizado por su padre. Dos horas después el marabú me invitó a que me fuera a la azotea de su casa a descansar.

Allí, en medio de una docena de hacendosas mujeres que se afanaban como locas a pelar y cortar un inmenso cerro de cebollas coloradas, tendidos en una gran alfombra azul descansamos Amadou, nuestro representante local, y yo hasta que nos dieron de comer un inolvidable Chebou-Yiap, arroz con carne,- para entendernos-, el cual, horas después, y muy a mi pesar, me vería obligado a devolver.

Ya por la tarde, a falta de cinco minutos para las 6, un propio me vino a buscar. Ante el total desconocimiento de mi destino y del programa de festejos que este nos pudiera deparar, le pregunté si era el momento adecuado para darle un presente al marabú. Mientras me explicaba que aún no lo era me condujo por las polvorientas calles de Maka hasta la mayor de sus dos mezquitas. Una vez en el recinto, y escoltado por seis gigantescos gendarmes los cuales, aunque descalzos por respeto a tan santo lugar también portaban,- a mi modesto entender de forma algo irreverente -, unas enormes y amenazantes ametralladoras, nos fuimos abriendo paso lentamente entre una abigarrada congregación de fieles que, sentados, iban todos clavando la mirada sobre esta particular comitiva recién llegada solo compuesta por el cronista de este evento y sus descomunales y bien pertrechados guardianes.

Así, bien protegido y rodeado de este cuerpo de elite, me condujeron por fin al santo sanctórum de la mezquita. Dentro de la umbría propia de todo templo, destacaba claramente un cuadrilátero especialmente bien iluminado por los focos de las televisiones en donde, en lugar preferente y sentados en grandes sillones, se encontraban las autoridades que parecían ungidas por un halo de cierta santimonia. El santón Sankú me invitó ceremoniosamente a sentarme al lado suyo, no sin antes presentarme a dos ministros, un par de califas colegas y otros tantos gobernadores. Mis obligados “salam malekoum” irrumpieron en el silencio sepulcral del multitudinario recinto religioso. La protocolaria simetría de sus respectivas respuestas,-“malekoum salam”-, también.

Todo había sido previsto para que mi llegada teatral adquiriera la máxima relevancia y notoriedad escenográfica. Comenzaron, acto seguido, una larga retahíla de salmos e invocaciones. Debo de confesar que la ceremonia, gracias a Dios, no duró más de una hora. Un showman, micrófono en ristre, repetía y amplificaba las plegarias casi inaudibles de un viejo oficiante a no más de dos metros de donde me encontraba con las piernas penosamente plegadas. Con el fin de olvidar los calambres que empezaban a atenazar mis oxidadas articulaciones, me entretuve con la muy socorrida observación sociológica. Y debo mencionar el hecho singular que entre los varios cientos de fieles allí congregados no encontré a más de tres o cuatro mujeres: La madre y la madrastra del marabú y alguna más. Notable el hecho y notables ellas, que sin alcanzar ese grado de excelencia social no pueden acceder a tan sagrado lugar.

Acabado el ceremonial y tras las obligadas fotos junto al retrato del difunto califa padre, busqué mis zapatos religiosamente abandonados a su suerte a la entrada de la mezquita. Encontré el izquierdo. El derecho apareció varios minutos y bastantes metros después.

Una vez calzado, Sankú me cogió de la mano. Todas las autoridades que ya salían disparadas hacia sus cochazos blindados y todo el pueblo llano de Maka, vieron este gesto de un más que simbólico enlace fraternal. Debo de reconocer por mi parte que desde mi posición preferente no alcancé a distinguir entre la multitud a ninguna de las autoridades que me habían asegurado la víspera su segura asistencia a la ceremonia: Al Vice Gobernador de Tambacounda, al Presidente del Tribunal Regional y al Director de Protección de Menores o al Director del Hospital Provincial, entre otros. Pero me consta que ellos sí me divisaron tal como me lo confirmaron días después.

Seguimos así, en olor de multitudes, cogidos de la mano en un paseo triunfal por las atestadas calles de la aldea que, con todos los respetos y diferencias, me recordó la llegada del profeta a Jerusalén el Domingo de Ramos, confiando eso sí que la coincidencia de situaciones no se extendiera también al fatal desenlace de aquellos acontecimientos que marcaron el nacimiento de una nueva era.

Saludábamos a todos a la par, a diestra y siniestra, mientras que la chiquillería de Maka empezaría vociferar Touba, Touba, (hombre blanco, hombre blanco). Debo de confesar que de los varios miles de fieles que acudieron a la llamada a la oración del marabú, era con toda seguridad el único Touba. Pero el conjunto de los acontecimientos me sorprendieron tanto que aun pienso como sucesos así pueden todavía ser vividos en pleno siglo XXI.

La inercia del efecto de nuestro entrelace de manos me lleva también a recordar que durante un buen rato después de habernos desenganchado, media umma, media congregación de fieles musulmanes y romeros se me acercarían respetuosamente a dar la mano al Touba-hermano-del-marabú en un acto de confraternización callejera repartidos entre la curiosidad antropológica y la búsqueda de cierta notoriedad popular, de la que de aquella puedo confesar que forma parte esencial de mis aficiones y de esta solo puedo añadir no estar en absoluto familiarizado.

Mientras pensaba que solo me faltaba por oír el ensordecedor ruido de las odiosas trompetillas futboleras, juntos, y todavía cogidos de la mano, visitamos un par de casas de los notables, en donde sendos ancianos me bendijeron tras leerme las manos ceremoniosamente, en un acto no exento de riesgo tal era la aglomeración que, arropándonos profusa y apasionadamente, no quería perderse detalle de tan docta lectura.

Finalmente llegamos al patio su casa y nos sentamos en una alfombra dispuesta a tal efecto. Nos trajeron dos sillas, pero al ver como Sankú le cedía la suya a un anciano, hice lo propio quedándome así a su altura. La pequeña Sokhna Aminata, con el cabello profusamente engalanado de perlas rosas, estratégicamente emplazada, no separaría, durante toda la ceremonia, la inocencia casi terminal de sus escasos diez años ni tan siquiera medio palmo de mí.

Comenzaría allí un larguísimo festejo litúrgico que no paró hasta la llegada de las primeras luces del amanecer. Tambores, bailarines, orquesta de santones. Todo muy islámico, muy casto, muy religioso. Muchos velos y poca espontaneidad tópica de lo que consideramos la ritualidad africana más asilvestrada. Aunque confieso que la esporádica irrupción de alguna que otra jovencita impropiamente descocada y sus casi procaces ademanes y bamboleantes composturas me devolverían fugazmente a los innegables peligros del siglo de la globalización.

Mientras tanto el marabú, al igual que por la mañana, no paraba de repartir bendiciones y recibir ofrendas y contraprestaciones sin fin, para luego repartirlas generosamente entre los muchos necesitados de su propia umma.

Tras varias horas de permanecer religiosamente sentados en el suelo, Sankú y aun sin haber podido hablar tranquilamente con él, se apiadó de mi y con un cariñoso “debes de estar adolorido, no estás acostumbrado a esta postura” me permitió que me retirara. ”Charlaremos mañana”. Manguidem. Nos vemos pronto.

Seguía sin haber encontrado la privacidad que buscaba para hacerle entrega de nuestro donativo: Un tractor para ser compartido por unas sesenta familias a las que el marabú les ha cedido sus tierras, con el cual esperaban roturarlas y sembrarlas ahora en época de lluvias. De esta forma, con las cosechas conseguidas con su ayuda y la mejora de las condiciones de vida que ello debiera proporcionar, la FUNDACION CREIXER JUNTS intenta ayudar a paliar las tremendas tasas de emigración, de desnutrición y calamidades que entre otras muchas lacras la miseria conlleva, y de la enorme incidencia de la desprotección infantil que le viene asociada.

Pero en el interminable transcurrir del acontecimiento religioso, nadie, ni tan siquiera el muy ocupado santón, había interrumpido el cansino ritmo de los salmos y había pensado en asignarnos un aposento para pernoctar. Su secretario Philip había desaparecido. Por lo que tuvimos que improvisar. La cuestión devino ardua puesto que había varios miles de fieles que desbordaban con creces la capacidad de acogida de estas hospitalarias gentes. Cada uno se buscaba un precario acomodo nocturno. Ya sea bajo los patriarcales arboles de la plaza o en los muy cotizados patios de las casas. Incluso cientos de peregrinos se subían a los techos de los autobuses para pasar buenamente la noche ahí arriba. Cada uno se buscaba la vida como mejor podía. La ley de la selva estuvo a punto de hacer su aparición.

Afortunadamente una buena samaritana se apiadó de nuestra indefensión de lejanos peregrinos dejándonos un par de colchones, cuya descripción por motivos puramente estéticos y diplomáticos, prefiero omitir. Más tarde, otra mujer del entorno del marabú apareció con un impecable juego de sábanas bajeras marrones que iluminaron la noche con sus dibujos de enormes margaritas blancas. Fueron muy bien recibidas y ahora pienso que no solo por Amadou y por mí. Y de aquella manera extendimos los colchones y sus floreadas sabanas en medio de la inmensidad de la noche africana, allí mismo, al raso. En medio de Maka. Rodeados de docenas de peregrinos que, como nosotros, buscaban el merecido descanso a tanto peregrinar bajo un cielo más amenazante que estrellado.

Para quien no conozca África debo de decir que su impronta es omnipresente. Tanto de día como de noche. Y ahí pude comprobar que efectivamente a pesar del sueño que me embargaba no perdí la noción de mi exacta ubicación: Estaba en África, no cabía duda; porque primero con cierta timidez pero luego de forma más descarada, aparecieron en la oscuridad varias figuras que quisieron comprobar si nuestro privilegiado campamento de fortuna estaba sujeto a las normas de la hospitalidad y solidaridad- la teranga- que imperan tradicionalmente por estos vastos territorios. Unos comenzaron reposando las cabezas, otros los pies, uno más tarde incluso medio cuerpo; total que poco a poco nuestro precario tálamo colectivo llegó a emular aquel cuadro paradigmático del romanticismo francés, “la balsa de la Medusa” de Gericault, en donde se representa magistralmente los restos de un naufragio de un barco esclavista, acontecido precisamente frente a las costas senegalesas a comienzos del siglo XIX, en el cual, a la sazón negros y blancos supervivientes se aferraban por igual a su precaria tabla de salvación.

Bien entrada la noche, en vez de por fin lograr la culminación de ese mito sicalíptico de todo Touba que se precie de ser abanicado por una liviana nativa de color, una más que muy considerable “mamie africaine” intentó una maniobra de aproximación a nuestra patera colectiva. Intuyendo la buena mujer que la segunda ley de Newton le garantizaba por diferencia de masas una posición aventajada, puso un pie y media asentadera dispuesta a conquistar el reducidísimo espacio de intimidad que aun quedaba en el atiborrado lecho, no quedándome por lo tanto más remedio que realizar un brusco cambio de posición a la que mis compañeros periféricos de infortunio respondieron sublevándose al unísono e impidiendo así que la oronda matrona consiguiera cualquier status de privilegio a costa del suyo propio. Y del mío también.

Con la llegada de las primeras luces del alba, los tambores y los salmos religiosos se fueron apaciguando y poco a poco permitieron a los náufragos de esta patera noctámbula, una vez recobrado el silencio y sustituidos los cánticos por el croar de las enormes rapaces que hambrientas poblaban el cielo de Maka, conciliar un tan ligero como anhelado sueño.

Ya por la mañana, me quedé con ganas de agradecer a la organización de la romería de Maka que nunca fuera desbordada por la presión de tan peregrinos avatares. Simplemente quizás porque no llegué nunca a ver atisbo alguno de tal organización. Tampoco quiero entrar en nimios detalles escatológicos sobre las condiciones higiénico-sanitarias del evento en donde una tranquila aldea se vio invadida por varios miles de devotos romeros y sus muy humanas necesidades que acudían en masa a la llamada de nuestro amigo el marabú. Aun así, debo decir que me sorprendió, dentro de la absoluta precariedad de medios, la enorme dignidad de este pueblo muy superior, y ello no me cabe la menor duda, a la de otros pueblos del llamado primer mundo cuando excepcionalmente se ven sometidos a tal estado de desafección.

Mucho más tarde, ya aliviada mi humanidad de los restos de la hospitalidad africana recibida, y en un denodado esfuerzo por volver a hablar con el santón en privado, pude finalmente ser recibido en sus aposentos. Una vez sentados en su cama, y con firmeza, el líder religioso fue expulsando uno a uno a todos los fieles que a docenas querían compartir el lecho, nuestras confidencias y quién sabe si hasta nuestro tractor.

Fue breve, pero finalmente acabé besando al santo. Custodiado todavía por la intimidad de tan solo media docena de personas de su entorno más cercano que se resistieron a dejarnos solos, pude entregarle simbólicamente la documentación del tractor, que no las llaves. Pensé que era una verdadera lástima que fuese el único miembro de CREIXER JUNTS en poder vivir estos inolvidables momentos. Y bien sabe Dios que no lo digo en absoluto por la noche peregrina y africana, ni tan siquiera por el inolvidable Chebou-Yiap, que no tuvieron la ocasión de disfrutar y compartir conmigo.

Bendecidos y otra vez escoltados por miembros de la gendarmería pudimos salir con bien de la multitudinaria peregrinación a Maka y regresar a Tambacounda para recuperarnos, con los escasos privilegios que dicha población ofrece, de tantas emociones y vivencias inenarrables. Manguidem Maka.

Esto también es África: Un poco ya el África de CREIXER JUNTS. Inshalá…


Desde Tambacounda con 43º, a 11 de julio de 2010.




Fernando Diago
Gerente de la Fundación Creixer Junts