Muchas familias nos preguntan si a los niños adoptados se les puede cambiar el nombre original para que no se sientan extraños aquí o porque siempre pensaron que querían tener un primer hijo con determinado nombre, o que es muy raro y difícil de pronunciar (cuando sabemos hacerlo con los nombres más extraños y lejanos de futbolistas y entrenadores, cantantes y demás famosos extranjeros).
Desde el equipo Psico-Social sugerimos mantenerlo. Algunos padres nos dicen que ese cambio no los va a traumatizar, ya que conocen niños adoptados rusos que se llaman Jordi o José Antonio o a una niña china de nombre Rosa y están muy felices.
Nos parece oportuno esclarecer estos temas de hondo significado para el hijo adoptivo.
Para responder adecuadamente a estas cuestiones necesitamos decir que no existen pruebas apropiadas para medir la felicidad. Las acciones y decisiones sobre nuestros hijos tienen efectos, algunos inmediatos y otros mediatos. Quisiera que nos escucháramos y reflexionemos sobre ello:
¿No podemos aprender a pronunciar su nombre y el pequeño tiene que poder con tantos cambios? ¿No somos capaces de repetir y reconocer 4, 7 ó 10 letras y ellos deben poder con todo lo demás?
¿Se va a sentir extraño sólo por su nombre? Tenemos que aceptar que no ha nacido el día que llegó a casa, que fue engendrado por terceros y que viajamos muy lejos a conocerlo ya nombrado. Un niño de 6-7 meses o de año y medio en adelante ya se reconoce en su nombre.
Lo que tenemos que tener claro es que un niño adoptado tiene una historia que ha comenzado lejos de nosotros y que la adopción es el encuentro de esas dos historias diferentes y distantes en el tiempo que en un punto convergen, se encuentran y continúan conjuntamente, aunque parten de dos orígenes diferentes y distantes geográfica y familiarmente. El nombre del niño viene con su identidad. Ha sido reconocido en él y su entorno así lo hace. Lo llaman por su nombre o diminutivo.
¿Qué trae de su país de origen? La historia inscripta en sus vivencias, recuerdos amnésicos (no concientes pero marcados en él), pérdidas, rupturas de lazos afectivos, muchos cambios de hábitat y de personas, pasaje de orfanatos, internación en hospitales y una sola marca estable y continua: su nombre. En todos los lugares en los que ha residido, con todas las personas que se ha vinculado, siempre lo han llamado por su nombre. No es poco, ¿verdad?
Todos los humanos necesitamos entender nuestra historia y su sentido. Nuestra identidad se constituye como un conjunto de cualidades esenciales que nos distinguen a cada uno de nosotros de los otros, los rasgos particulares, especiales de nuestra historia: nombre, lugar de nacimiento, pertenencia a una familia, condición adoptiva. Cuanto más claro lo tengamos, más lo hayamos procesado en la familia, dialogado y aceptado por padres e hijos, mejores condiciones tendrán para superar las dificultades iniciales.
Se entiende por qué el cambio de nombre puede ser un indicio de nuestra dificultad para aceptar ese niño como no engendrado por nosotros. Perdamos el miedo a reconocer nuestras dificultades, nuestras limitaciones y seremos mejores padres. Cuanto más conozcamos nuestro pasado y nos afirmemos en nuestra identidad, más fuertes emocionalmente seremos. Esa es la razón más importante del mantenimiento del nombre. Lo que podemos es españolizarlo o agregarle otro dejando en su documentación también el original. El respeto por la historia de nuestro hijo comienza con el mantenimiento de su nombre.
Los sentimientos de los adoptantes frente a la historia de su hijo tienen siempre reflejo sobre el niño e influyen en su desarrollo emocional, su autoestima y su identidad.
A menudo algunos niños adoptados se quejan de que cuando quieren hablar sobre su origen o historia, sus padres se sienten incómodos y evitan hacerlo.
Muchas dificultades escolares e inhibiciones intelectuales están vinculadas con el desconocimiento de acontecimientos fundamentales de la propia historia.
Lda: Beatriz Salzberg
Directora del Área Psico-Social de Créixer Junts